El científico que denuncia el daño que las pantallas causan a niños

El Tiempo

El título de su libro impacta. Más aún, viniendo de quien viene. Porque el autor de La fábrica de cretinos digitales, Michel Desmurget, no es un polemista. Es uno de los neurocientíficos más prestigiosos de Francia y en su currículum registra escalas en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la Universidad de California en San Francisco.

“A diferencia de muchos pseudo ‘expertos’ que circulan por los medios, yo no tengo ningún conflicto de intereses ni sometimiento industrial alguno”, explica Desmurget, director de investigaciones del Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica (Inserm) de Francia y quien dedicó cinco años de trabajo a estudiar el impacto de la televisión, los videojuegos, las redes sociales y las herramientas móviles en nuestros cerebros y, en particular, en los de nuestros hijos mientras crecen.

Y su conclusión no puede ser más preocupante. “Los nativos digitales son los primeros niños con un coeficiente intelectual más bajo que sus padres”, planteó Desmurget a la BBC, afirmación que ahora ahonda: “Estas herramientas dañan el cerebro, deterioran el sueño, interfieren con el lenguaje y el éxito académico, perjudican la concentración, aumentan el riesgo de obesidad y mucho más”, remarca.

Durante el lapso de la niñez, que va de los 2 a los 18 años, nuestra descendencia derrocha en sus pantallas recreativas el equivalente a cerca de 30 años escolares

Tanto en su libro como en muchos artículos periodísticos advierte sobre los efectos nocivos de las pantallas, ahora potenciados por esta pandemia… ¿Qué le preocupa más cuando al fin podamos dejar atrás esta crisis global?

Dos realidades me parecen especialmente preocupantes. En primer lugar, el alarmante aumento de los usos de estas pantallas con fines recreativos; es decir, excluyendo las tareas y el consumo en el ámbito académico. En promedio, son casi 3 horas diarias para los niños de 2 años, casi 5 horas para los escolares de 8 años y más de 7 horas para los adolescentes. Esto significa que durante el lapso de la niñez, que va de los 2 a los 18 años, que es el período más fundamental del desarrollo humano, nuestra descendencia derrocha en sus pantallas recreativas el equivalente a cerca de 30 años escolares. En segundo lugar, están sus impactos. Esta locura digital devora metódicamente todo lo emocional –es decir, la ansiedad, la agresividad, entre otras posibilidades– y lo cognitivo –el lenguaje, la concentración, la cultura, en el sentido de un cuerpo de conocimiento que permite comprender y pensar el mundo– de nuestra humanidad, con una importante disminución del éxito académico al final de la cadena. A diferencia de los chismes a favor de las pantallas que difunden los grupos de interés y de presión, ahora están claramente identificadas las cadenas causales que conducen de la pantalla al desastre: colapso de los intercambios intrafamiliares; alteración del sueño que se acorta cuantitativamente y se degrada cualitativamente; sobreestimulación atencional exógena favorable a la aparición de trastornos de concentración e hiperactividad; subestimulación intelectual que explica, en particular, el impacto negativo de las pantallas en el despliegue del coeficiente intelectual; y finalmente un exceso de sedentarismo con influencias en el desarrollo corporal pero también, como lo subrayan varias investigaciones recientes, en la maduración cerebral. ¡Perturbador!

Cientos de estudios muestran que los intercambios intrafamiliares, la lectura, la música, el deporte… tienen un poder estructurante infinitamente mayor que los contenidos recreativos digitales.

¿Cuál es su mensaje para los millennials y sus padres?

El mensaje es doble. Primero, el cerebro no es un órgano inmutable. Es una promesa por construir. Esto significa que nuestras capacidades intelectuales, emocionales, sociales y sensoriomotoras no son innatas, deben ser desarrolladas. Y la infancia y la adolescencia son los dos períodos ‘sensibles’ de este desarrollo. En segundo lugar, no todas las experiencias nutren la estructura cerebral con la misma eficacia. Cientos de estudios convergentes muestran que las actividades relacionadas con los intercambios intrafamiliares, el trabajo intelectual, la lectura, la música, el deporte, entre otras actividades, tienen un poder estructurante infinitamente mayor que los contenidos recreativos digitales tales como la televisión, los videojuegos y otras opciones. Entonces, mi mensaje es bastante sencillo: cuando se trata de pantallas recreativas, lo mejor es lo mínimo en todas las edades.

¿Y cuánto es eso?

Antes de los 6 años, lo ideal es realmente cero. De hecho, cuanto antes se exponen los niños, peores son los impactos y mayor es el riesgo de un consumo excesivo posterior. Después de 6 años, si el contenido es adecuado y si se respeta el sueño, los estudios no muestran impacto negativo por el uso de pantallas por hasta por 30 minutos al día (60 minutos si se es optimista). Por lo tanto, algunas reglas son útiles: no usar pantallas por la mañana antes de ir a la escuela, por la noche antes de irse a la cama o cuando esté con otras personas o cuando haga sus deberes. Y, especialmente, ¡nada de pantallas en el dormitorio! Claro que para que todo esto funcione, es absolutamente esencial hablar con ellos. Explicarles que estas herramientas mal usadas dañan el cerebro, deterioran el sueño, interfieren con el lenguaje y el éxito académico, perjudican la concentración, aumentan el riesgo de obesidad y mucho más. El uso de cronómetros puede, especialmente en dispositivos móviles y consolas de juegos.

A los niños hay que explicarles que estas herramientas mal usadas dañan el cerebro, deterioran el sueño, afectan el éxito académico, perjudican la concentración, aumentan el riesgo de
obesidad y más.

Lleva años advirtiendo sobre estos riesgos, publicó una carta pública en Le Monde, varios artículos académicos… ¿Es optimista? ¿Podemos cambiar?

Estoy consternado por la inconsistencia con la que la mayoría de grandes medios de información abordan el tema de las pantallas. Todos los estudios científicos demuestran que nos enfrentamos a un problema de salud pública fundamental. Sin embargo, en contraste con esta realidad inquietante, el discurso masivo en los medios sigue siendo tranquilizador, por no decir entusiasta, a la hora de vender no sé qué pseudovirtudes de los videojuegos más violentos. Habiendo dicho eso, sí, creo que hay esperanza. Vivimos con las pantallas un poco lo que ya hemos vivido con el tabaco y el calentamiento global: el impacto se empieza a ver. Está surgiendo una conciencia colectiva. Los padres y los profesionales del cuidado infantil –profesores, fonoaudiólogos y pediatras, entre otros– ven claramente que estos niños tienen problemas de atención, lenguaje, sueño y memorización, que les cuesta mantenerse en su lugar, aprender, controlarse y más. Esta es una buena noticia, pero al mismo tiempo es preocupante: porque muestra lo importante que ya es el daño. Los padres deberían preguntarse por qué muchos ejecutivos de las industrias digitales, incluido el fallecido jefe de Apple, Steve Jobs, admiten proteger a sus hijos de los productos digitales que promueven entre los nuestros. Recuerdo que uno de ellos, padre de cinco hijos, declaró a The New York Times: “Mis hijos me acusan a mí y a mi esposa de ser fascistas y estar demasiado preocupados por la tecnología, y dicen que ninguno de sus amigos tiene las mismas reglas. Eso es porque hemos visto de primera mano los peligros de la tecnología. Lo he visto en mí mismo y no quiero que les pase a ellos (…). En la escala entre el caramelo y el crack, esto se acerca más al crack”. Todo está dicho, creo.

Los padres deberían preguntarse por qué muchos ejecutivos de las industrias digitales admiten proteger a sus hijos de los productos digitales que promueven entre los nuestros.

Su advertencia sobre el impacto nocivo de las pantallas en el desarrollo cognitivo lo ha colocado en una posición similar a la de aquellos científicos que alertaron primero sobre los efectos nocivos del cigarrillo en la salud o sobre el calentamiento global. ¿Por qué preferimos no creer?

No elegimos no creer. Son cosas que nos imponen mediante intensas campañas de lobby y persuasión. El poder económico de las industrias digitales es enorme. Los beneficios anuales del sector ascienden a miles de millones de euros. Y la historia reciente nos ha enseñado que nuestros amigos industriales no renuncian fácilmente a sus ganancias, incluso cuando las ganancias provienen de la salud del consumidor. En el corazón de esta guerra librada por el mercantilismo contra el bien común se encuentra una poderosa armada de científicos complacientes y mercaderes profesionales. Tabaco, lluvia ácida, ciertos alimentos, calentamiento global, pesticidas… y ahora es el turno de las pantallas recreativas. Pero la estrategia defensiva sigue siendo prácticamente la misma: primero negar; luego crear un desvío, apelar a la responsabilidad individual, clamar por el regreso de la censura y, finalmente, cuando negar se vuelve imposible, minimizar el efecto diciendo que es marginal.

Creo que hay esperanza. Vivimos con las pantallas un poco lo que ya hemos vivido con el tabaco y el calentamiento global:
el impacto se empieza a ver
y ya está surgiendo una
conciencia colectiva.

¿Qué preguntas considera que deberíamos plantearnos ahora?

El sociólogo Neil Postman escribió: “Los niños son el mensaje vivo que enviamos a una época que no veremos”. Por tanto, la pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué tipo de mensaje queremos enviar al futuro? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? Nuestra sociedad está empezando a parecerse cada vez más al mejor de los mundos posibles de (Aldous) Huxley. Por un lado, una casta pequeña de niños favorecidos socialmente, preservada de esta orgía lúdica y dotada de un sólido capital humano, emocional y cultural. Por otro lado, una gran mayoría de niños desfavorecidos socialmente, privados de las herramientas íntimas del pensamiento y de la inteligencia. Una casta subalterna de meros ejecutores entusiastas, que hablan la ‘neolengua’ que imaginó George Orwell, idiotas del entretenimiento tonto, felices con su destino.

Me gustaría aclarar que
no se trata en absoluto de demonizar las pantallas o
de rechazar lo digital en su
conjunto. Sería una estupidez.

¿Hay algún tema que no tocamos y le gustaría abordar?

Sí, me gustaría aclarar que no se trata en absoluto de demonizar las pantallas o de rechazar lo digital en su conjunto. Sería una estupidez. En el trabajo uso mucho la tecnología digital y desde la escuela primaria, le enseñé a mi hija a codificar y a utilizar softwares de oficina estándares como el procesador de texto y la hoja de cálculo. Pero le insisto: no se trata de eso. La realidad es que cuando pones una pantalla, sea de televisión, de una consola de juegos, de un teléfono inteligente, de una tableta o la que fuere en manos de un niño, el consumo recreativo dañino sobrepasa muy rápidamente los usos potencialmente positivos. Por lo tanto, quiero que quede claro que cualquier condena unánime de las pantallas es tonta e infundada. Pero, una vez aclarado eso, lo más tonto es esconderse detrás de esta perogrullada para ocultar el hecho de que nuestros hijos no se benefician con las prácticas más favorables, sino que se embrutecen con las drogas más debilitantes.¿Finalmente, qué recomienda hacer con nuestro tiempo libre?

Simplemente me parece que la vida es mucho más rica (fuera de lo digital) y que las relaciones que se forjan con nuestros seres queridos y nuestros semejantes son mucho más nutritivas que todas esas correas electrónicas que nos imponemos y con las cuales alienamos nuestra vida. También estoy cansado de ver cómo caen los pequeños negocios de mi infancia.

Por supuesto, tiendas online como Amazon son ‘convenientes’, especialmente durante el confinamiento, pero en última instancia son terriblemente destructivas. Un pequeño comercio puede ser un poco más caro y hay que caminar para llegar a él; pero es cálido y acogedor. Ilumina la ciudad.

Hay personas que conversan, intercambian ideas, se asesoran, se ayudan, sonríen, vigilan a los chicos en la calle y, no olvidemos, contribuyen al bien común pagando sus impuestos sin esconderse en los paraísos fiscales.

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