Chile: posible nueva regulación de telecos

Una nueva Ley General de Telecomunicaciones (LGT) anunció el gobierno chileno para reemplazar la vigente que data de 1982. El inesperado anuncio lo hizo el Subsecretario de Telecomunicaciones frente a una comisión de senadores en el Congreso Nacional. Sin embargo, ¿necesita el país una nueva ley? ¿No basta con la existente? ¿Hay caminos más sencillos para el objetivo regulatorio de llegar a Roma?

Desde luego, el anuncio es una idea legítima y válida que merece ser analizada. La misma deferencia que deben recibir los argumentos contrarios que cuestionan el mérito, oportunidad y conveniencia de una nueva LGT. 

Porque, querámoslo o no, una empresa de esta envergadura podría ocasionar efectos negativos en el sector. Entre ellos, un estrés regulatorio, incertidumbre jurídica, inestabilidad del mercado y posible espanto de los inversionistas. Por lo que buscar una alternativa a la sustitución legal completa, en los tiempos veleidosos que corren, es un ejercicio intelectual más que prudente, justo y necesario.  

La necesidad de modernización

La regulación vigente, nacida en la década de 1980, fue pensada para una realidad tecnológica en la cual la telefonía fija mediante par de cobre era el servicio estrella. 

Transcurridos más de cuarenta años, la conectividad actual viene autografiada por la transmisión de datos mediante fibra óptica y 5G. Esta no sólo permite la comunicación entre personas; también entre éstas y las cosas, así como de las máquinas entre sí. A esto último apunta la Cuarta Revolución Industrial con su “fábrica inteligente”, que funciona interconectada y autónomamente. 

Frente a tal desafío, la actual LGT carece de la aptitud para gobernar con solvencia el nuevo ecosistema tecnológico.

De hecho, el mismo término “telecomunicación” comienza a ser relativizado. La Unión Europea habla de “comunicaciones electrónicas”, Colombia las regula como “Tecnologías de la Información y la Comunicación” (TIC) y otros países abordan las telecos en términos de “conectividad digital”. 

Con todo, el problema no es sólo el nombre con que bauticemos la criatura. También la LGT presenta grietas estructurales y sucesivos parches que han desfigurado su rostro original. Estas fisuras y remendones la han vuelto, en cierto modo, inconsistente, enredada y con vacíos regulatorios. 

Pero el pecado más grave es el modelo autorizatorio divergente que consagra (múltiples concesiones para diferentes servicios). Esto, además de su falta de perspectiva digital para hacerse cargo de los servicios superpuestos (OTT) y otras realidades tecnológicas (res novae).  

Frente a este diagnóstico, el próximo modelo normativo-institucional de reemplazo, anunciado por el Subsecretario, innova de manera importante. Ante todo, buscaría fundar un sistema autorizatorio de simple registro mediante notificación, salvo en las licencias para el uso del espectro radioeléctrico. 

Asimismo, la nueva pieza jurídica no sólo metería en cintura al ecosistema telco tradicional, también a los actores de negocios fronterizos. Como ciertos proveedores de servicios informáticos que comparten redes con las telecos. En fin, el nuevo régimen contaría con un sistema escalonado de sanciones y una gobernanza para todo el ecosistema digital, entre otras novedades. 

Las dificultades del reemplazo

“Refundar” o “reformar” es el frecuente dilema shakesperiano que enfrentan los tomadores de decisión cuando deben formular políticas públicas. Reemplazar o mejorar lo existente. Por cierto, la diferencia entre los conceptos no sólo tiene que ver con la intensidad, grado o tono del cambio. También guarda sintonía con el rumbo o dirección que se busca dar a un ámbito regulado, incluido el cambio de su “imago mundi”.

Ante dicha disyuntiva, yo escojo la vía de la reforma y no el reemplazo. Una reforma que aborde la LGT de manera focalizada y profunda respecto del ajuste de sus normas. Mi postura a favor del reformismo es pragmática ya que, por diversos motivos y circunstancias, veo difícil que vuele, avance o prospere la cirugía mayor de reemplazo que propone el gobierno. 

En lo político, el anuncio de una nueva ley puede demorar 10 años o más en ser aprobada por el Congreso Nacional. Piénsese que la ley especial que declaró Internet como un servicio público estuvo seis años en discusión. Y a este gobierno le resta un año y medio en el poder. Es como traer hijos al mundo y, al cabo de un tiempo, dejarlos tirados a su suerte.

En lo jurídico, un nuevo texto introduce incertidumbre para los derechos. Un pilar de la actual LGT es la estabilidad de los títulos habilitantes, como un derecho sagrado e intocable del concesionario o permisionario. La re-barajada del naipe que significa discutir un proyecto legal completo supondrá revisar, cuestionar y re-escribir muchas conquistas de los particulares. 

La jurisprudencia en materia de telecomunicaciones, emitida por la Contraloría y el tribunal de la competencia, podría perder validez y vigencia debido al cambio de la normativa. Lo mismo con los fallos de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional. Luego, deberá emitirse una nueva interpretación autorizada.   

En lo económico, la refundación de la LGT es meterle inestabilidad al mercado. Mientras no se apruebe la nueva ley, el ecosistema permanecerá paralizado y expectante. Con ello, cualquier inversión en infraestructura de redes se mantendrá en suspenso. Nadie querrá emprender un negocio si las reglas del juego cambiarán de un momento a otro. Más aún si la creatividad legisladora cede a la tentación edénica por sobre-regular los mercados. 

Y en el terreno práctico, no hay que olvidar las desprolijidades y errores de la última reforma legal que declaró Internet como un servicio público de telecomunicaciones, esto es, la ley N° 21.678. Existe un mal precedente a la vuelta de la esquina. Luego, si esta reforma contuvo tantos errores, ¿qué cabe esperar de un reemplazo completo de la legislación de telecos? 

El camino de la reforma 

Pese a compartir el objetivo de tener una nueva ley de telecomunicaciones, discrepo del camino sustitutivo para lograrlo. Me parece más factible el itinerario de una reforma a la LGT, pero no cosmética, sino focalizada en determinados temas y replanteados desde su raíz. Este sería un ajuste parcial de la regulación, es cierto, no total, pero que igualmente la pondría a tono con los tiempos. Mi diferencia es respecto de los medios, no en cuanto a los fines. 

El aggiornamento, upgrade o actualización de la LGT, mediante una reforma de las características enunciadas, habrá de incluir distintas acciones. En algunos casos, modificar la regulación; en otros, sumar nuevas reglas y, en ocasiones, conservar lo que haya demostrado funcionar bien. 

Así, existe amplio consenso en la industria respecto de modificar varias cosas, como el sistema autorizatorio. La primera misión será simplificar en clave convergente toda la permisología de telecomunicaciones, creando un nuevo modelo. Esto reducirá los tiempos de tramitación de las concesiones y abrirá el abanico a la oferta de nuevas prestaciones que traigan la tecnología y el mercado. 

Enseguida, la reforma deberá crear nuevos espacios reglados. Por ejemplo, para re-calibrar el perímetro regulatorio e incorporar una parte de la industria TI. Como los OTT (Netflix, Spotify, Facebook, etc.), quienes entregan a las personas diferentes servicios de comunicación en los hechos, pero sin estar sometidos a la regulación. 

Mientras una llamada de telefonía convencional soporta el ojo de Sauron sobre la nuca, una llamada por WhatsApp se mueve como Hobbit por La Comarca, alejada de cualquier fiscalización. Hay una asimetría regulatoria que no parece justa.

En fin, la reforma deberá conservar lo que hasta ahora ha funcionado bien. Por ejemplo, el modelo de asignación de concesiones mediante un mecanismo de selección comparativa (beauty contest). El actual régimen híbrido, donde la subasta sólo existe para el desempate, ha permitido que las inversiones efectuadas en contraprestaciones logren beneficiar directamente a la población, reduciendo la brecha digital. 

La viabilidad práctica del reformismo

En los últimos años, la clase política entendió que la ciudadanía prefiere cambios graduales. No le gustan las reformas grandilocuentes y estructurales. Este aprendizaje surge de las experiencias de los proyectos constitucionales de 2022 y 2023, que estuvieron marcados por sesgos identitarios y apuestas maximalistas. 

En ambas efemérides, la respuesta fue el rechazo de la población en las urnas. Chile sí quiere cambios, pero graduales, reposados y cocinados a fuego medio. Por eso, una reforma a la LGT, en vez de un reemplazo, que puede repetir aquellos vicios, es el camino prudente. 

Asimismo, no olvidemos la proporcionalidad de los medios respecto del fin. Para cazar un mosquito no hace falta una metralleta, sino un simple matamoscas. Los extensos plazos del sistema de autorizaciones —principal problema— no requieren un cambio completo de la LGT. Por el contrario, basta con reemplazar el Título II de la ley, ajustando el resto del articulado legal. 

Por último, la actual LGT no es una mala ley. Con sus imperfecciones, creó las condiciones para un exitoso modelo de desarrollo industrial. Es la responsable de una atmósfera regulatoria que tiene a Chile como líder regional en conectividad digital. Y, a nivel global, el país disputa los primeros lugares en velocidad de banda ancha fija. 

Entonces, no tenemos una normativa mala e inútil. Como el árbol se conoce por sus frutos, sólo uno saludable puede producir resultados buenos. En cambio, el árbol malo sólo dará frutos malos, que no es el caso de la actual LGT.

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