Con bastante movimiento está la industria telco estas semanas. El famoso “Chapter 11”, en Delaware, es una fuente constante de noticias para el país, incluido el acuerdo de América Móvil y Telefónica para explorar un deshuesado de los activos de WOM. El desenlace que tendrá el proceso es una incógnita. Puede incluir desde la anhelada reorganización patrimonial hasta la quiebra empresarial, pasando por la venta total o parcial de la compañía.
El Capítulo Once puede leerse en múltiples niveles, habiendo dos particularmente interesantes. El primero dice relación con la preocupación invariable de la industria: el fantasma de una eventual crisis de sostenibilidad financiera del sector. En cada foro y seminario los ejecutivos de las compañías expresan su lamento por el trance económico que les puede venir encima. Ya parece una letanía de difuntos. En el fondo, las telecos declaran que las matemáticas no les cuadran. El negocio está dejando de rendir como antes, por lo que el diseño de mercado con un actor menos devolvería el equilibrio a la ecuación.
En efecto, varios han interpretado la insolvencia de WOM como una prueba indiscutible de que el mercado chileno no resiste 4 operadores en competencia. Otros, en cambio, estiman que el infortunio de la telco morada responde a una mala administración y a decisiones temerarias. No sería un problema de la estructura del mercado, sino un caso aislado o excepcional.
La segunda lectura del “Chapter 11” es por lo que ocurre si una teleco nacional termina en la quiebra. Esto, sobre todo, pensando en la suerte de los usuarios. Porque las telecomunicaciones no son cualquier industria, como el negocio de producir cerezas o capturar el “jurel tipo salmón”. Las empresas de telecomunicaciones suministran servicios públicos de telefonía y de Internet, que son cruciales para la conectividad personal y organizacional.
El tema neurálgico es qué hacemos con el elefante en la habitación: el papel del regulador. ¿Está preparado para tomar medidas cuando entra en crisis un proveedor de servicios de telecomunicación? ¿Posee el arsenal normativo suficiente para orientarse según un plan pre-definido? ¿O le tocará regulatoriamente dar “palos de ciego”?
Actualmente, la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel) cuenta con pocas armas para reaccionar ante una eventual quiebra empresarial. No obstante, peor es nada. Por ejemplo, la ley autoriza a la Subtel para intervenir al concesionario cuando el servicio sufre interrupción por más de 3 días. Ahí, ella puede adoptar cualquier medida para asegurar la continuidad del suministro.
Adicionalmente, si la interrupción de la explotación del servicio supera los 3 meses, el Presidente de la República puede decretar la caducidad de la concesión y disponer el remate de los activos del operador. En fin, se puede caducar la concesión por no usarla dentro del término de un año, contado desde su otorgamiento. Y paremos de contar. Aparte de estas herramientas, principalmente letales, el regulador no está premunido por la legislación de mayor instrumental ni pautas para enfrentar la bancarrota de una compañía.
Sin embargo, la ley tiene un mérito importante. Ella dio formalmente al Poder Ejecutivo el pase de balón para que anote los goles. Es decir, mandató a la Administración para que, a través de un reglamento especificara, detallara, precisara y modulara las atribuciones generales dadas por el legislador. Por desgracia, en 42 años no se ha tomado la decisión administrativa de dictar el reglamento que instruyó el artículo 28, inciso final, de la ley N° 18.168. Entre otras razones, porque nadie previó la necesidad de atender una insolvencia en la industria.
Ahora bien, sin ese reglamento, el regulador queda en aprietos jurídicos y con un curso de acción a la deriva. Porque se encuentra sin un marco normativo que le permita actuar no sólo dentro de la juridicidad (certeza jurídica), sino además con precisión y eficacia ante una ruina corporativa (eficiencia administrativa). Por lo tanto, el proceder en una quiebra será improvisación sobre la marcha. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, diría Antonio Machado.
¿Qué hacer entonces? Lógicamente, escribir las pautas mínimas del reglamento, a fin de contar con la hoja de ruta ante una quiebra probable. La ventaja del ejercicio es entregar certeza a la Subtel y a los particulares sobre los pasos metódicos que puede dar el regulador ante ese fatídico acontecimiento. También, proporciona una carta de navegación que permite poner rumbo a las decisiones.
Dicho sea de paso, la insolvencia no es el único asunto pendiente del régimen jurídico de las telecos. Existen temas adicionales que claman a gritos por una reglamentación propia. Aprovechando el impulso, quien mueva el lápiz podría resolver otras lagunas de la normativa actual. Entre ellas, el mecanismo para recurrir a la fuerza pública en los procedimientos de fiscalización, la regulación de los permisos experimentales y el ceremonial de la recepción de obras por la Subtel.
Cuando se dictó la legislación general de telecos —digamos la “obra gruesa”—, el regulador quedó encargado de llevar posteriormente a cabo la obra fina —o sea, las “terminaciones”—. Él posee el mandato de pormenorizar, especificar y ejecutar la legislación de telecos, concretamente por medio de la dictación de planes, reglamentos y normas técnicas. Pero enfrentamos una paradoja, ya que supimos recientemente del deseo del Subsecretario de contar con una nueva Ley General de Telecomunicaciones…
No obstante, lo que realmente se necesita es acomodar la carga, haciendo el ajuste pormenorizado de las regulaciones específicas existentes. En lengua vernácula, dictar la normativa “particular” de telecomunicaciones y olvidarse de una nueva preceptiva “general”, puesto que de esta ya tenemos suficiente.
En resumen, el “Chapter 11” hay que leerlo, obligadamente, en clave de una eventual quiebra empresarial, como el peor de los casos. En tal escenario, un reglamento aprobado dejaría a la Subtel mejor preparada, lista y dispuesta para hacer frente a una liquidación patrimonial. Por lo tanto, en el proceso de dictar ese acto normativo, que Dios nos escuche y el diablo se haga el sordo.