Carta iberoamericana de derechos digitales: los peligros de las buenas intenciones

España y América Latina transitan una nueva etapa de lo que abiertamente podría llamarse conversación digital. Esta conversación sólo luce como tal: es desigual, casi un soliloquio, un listado de buenas ideas y prácticas que el viejo continente puede aportar a una tierra que mantiene entre sus desafíos convertir oportunidades en realidad. Esto no quiere decir que la región no pueda beneficiarse de este diálogo, todo lo contrario, pero sí que aquí tiene otro reto: discernir.

Hace algunos días se lanzó en Colombia la Alianza Digital, presentada públicamente como una “iniciativa conjunta” respaldada por 145 millones de euros del Equipo Europa. Su foco, se indicó, será “fomentar el desarrollo de infraestructuras digitales seguras, resilientes y centradas en el ser humano sobre la base de un mercado basado en valores y asegurando un entorno democrático y transparente”.

Otro paso de esta conversación tendrá lugar en las próximas horas. Es que el Rey de España, Felipe VI, viajará a República Dominicana para la celebración de la Cumbre Iberoamericana. El lema es “juntos por una Iberoamérica justa y sostenible” y la agenda propone, entre otros puntos, abordar el desafío de generar garantías para la creación de sociedades digitales “justas, equitativas e igualitarias”. Participarán del diálogo autoridades de los 22 países de Iberoamérica.

En la cuarta reunión de trabajo de la Secretaría General Iberoamericana se ratificó, además, la idea conjunta de las partes de avanzar en la adopción de una Carta Iberoamericana de Principios y Derechos Digitales, sobre la base de la presentada en España en 2021 con el ojo puesto en una transformación digital sin daños colaterales. Los detalles están por verse; sin embargo, una serie de lineamientos permiten aventurar algunos peligros de esta determinación.

Para avanzar sobre los peligros primero hay que revisar los principios y alcances que figuran en la carta española, documento que nació como idea en 2017, pero se hizo realidad casi cuatro años después. “No es un documento de meras intenciones, sino directrices del futuro sobre los derechos digitales frente al reto de la digitalización de la sociedad en España”, comentaba a DPL News José Luis Piñar, uno de los expertos que participaron de su confección.

¿Los motivos de su publicación? El desarrollo y la progresiva generalización de las tecnologías y de los espacios digitales de comunicación e interrelación que ellas abren dan lugar a nuevos escenarios, contextos y conflictos que deben resolverse mediante la adaptación de los derechos y la interpretación sistemática del ordenamiento en aras de la protección de los valores y bienes constitucionales y de la seguridad jurídica de la ciudadanía, operadores y administraciones públicos, dice el texto.

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El objetivo del documento es ser descriptivo, prospectivo y asertivo. Se divide en más de tres decenas de apartados que son parte de seis capítulos: derechos de libertad, derechos de igualdad, derechos de participación y de conformación del espacio público, derechos del entorno laboral y empresarial, derechos digitales en entornos específicos —aquí figuran aspectos como Inteligencia Artificial y neurotecnologías— y garantías y eficacia. La Carta de Derechos Digitales de España está disponible para su revisión aquí.

Así las cosas, y aún bajo una realidad que funciona en el marco de las buenas intenciones, extrapolar la carta española a la región podría tener consecuencias indeseadas. Hay, al menos, tres peligros: alcance, contexto y, sobre ellas, los detalles a revisar del texto original, que podría redundar en una sobreregulación inconveniente —aunque, otra vez, bien intencionada— que sea un estorbo para la innovación.

El alcance de la carta en la región será, al menos así se plantea, igual que en España: una hoja de ruta, un listado de buenas prácticas sin peso legal. “Está llamada a ser un instrumento sin carácter normativo y de adhesión voluntaria por parte de los Estados”, esgrimió la Secretaría General de Iberoamérica. Esto provoca dificultades para medir el alcance de su implementación y complejiza su incorporación. Es otros términos: si la carta fuera perfecta no sería igualmente suficiente por las limitaciones propias de su naturaleza.

Respecto del contexto, los desafíos y oportunidades del país europeo y los de América Latina son distintos, como diferentes son sus realidades políticas, poblaciones y culturas. En un paso más se podría indicar incluso que esta región demostró que en temas digitales hay retos comunes pero que las agendas y formas de buscar respuestas tienen serios matices según el país que se analice.

Una carta común podría no ser lo más efectivo para cumplir aquí los retos que se proponen allá.

El tercer ítem es quizás, el más relevante, y puede resumirse en un único concepto: la carta de derechos digitales en España no ha demostrado todavía su capacidad de solucionar problemas en el mundo offline y la sobrerregulación ha demostrado ser barrera de la innovación en distintas latitudes. Este tercer punto es, entonces, los problemas propios de la carta de derechos digitales y su posible impacto en otras latitudes.

En este contexto, la pregunta a responder es si América Latina realmente necesita una carta de derechos digitales. Inmediatamente surge otra: si la necesita, ¿debe ser producto o consecuencia del documento español? Una vez resueltas estas aparecerán algunas más, como la implementación de un texto común en las diferentes realidades que presenta la región y los peligros de generar barreras adicionales en el camino del tren de la digitalización, que avanza lento pero firme en esta parte del mundo.

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